El carbonero
No
pretende ser exacta la leyenda que Julia me contó; tampoco sería estético que
lo fuera. El horror es siempre repulsivo aunque en ocasiones moralizante (los
héroes de las guerras o de las pestes por dar un ejemplo). Lo que sé y que
ahora me mantiene insomne, lo que sé y que ahora me esta matando es la obsesión
de una historia peninsular, de vaga ascendencia e incierto desenlace. Se pierde
en la noche de los tiempos junto a La Gardaña y al demonio Pedro Trabajos:
sociedades secretas y supersticiones de la mística España.
Fue en
los últimos meses del año que pasó, en una ciudad de calor sofocante y pobreza
extrema; a la vera del Río Dulce donde San Francisco Solano catequizó.
Yo me
encontraba investigando las propiedades del agua termal que nace de las napas,
cuando el llamado de Julia, desde España, me trastornó.
No fue
la historia más interesante que escuché ni la más inverosímil. Julia me habló
del personaje vasco o quizás navarro llamado Olentzero, conocido como El
Carbonero, quien vive ermitaño en los montes y cada navidad desciende al pueblo
para obsequiar regalos a los niños pobres.
Pio
Baroja dice que la caridad sucede en San Sebastián, que lo llaman Orentzaro y
que trabaja en las minas de carbón.
Mientras
Julia me narraba la historia pensé en el detalle de que El Carbonero acaricia
los vientres de los niños, y que aquellos que están famélicos son los primeros
en recibir los regalos: un generoso plato de comida.
Cuando
corté el teléfono me sentí un inútil y un egoísta, un mal elegido que pierde su
tiempo en el estudio vano de la ciencia mientras los niños padecen; un avaro
que ignora los rostros sufrientes del hambre.
Aquella
noche y las siguientes ya no dormí: la culpa me roía y no dejaba de imaginar el
desvelo del inocente que no come, que toca su vientre flácido con sus manitas
flacas y busca respuestas en la madre que también llora.
En
algún momento de alguna madrugada me prometí que sería yo quien paliase el
dolor de los chiquitos.
El
pueblo me rechaza; como El Carbonero soy un ermitaño. Me deslizo tarde por la
noche. Mi nombre es infame y mi piel, golpeada, es oscura como el carbón.
Aguardo
que los niños pasen, en los caminos secos, de los pueblos alejados, y entonces
me abalanzo sobre ellos y con desesperación acaricio sus vientres. Luego escapo
a los montes.
Temprano
por la mañana dejo un plato de comida junto al cuerpo que ya no desespera por
el hambre.
NICOLAS FIKS
ESCRITOR