............ Caminando hasta
encontrar las callejuelas que rodeaban las cercanías de la biblioteca y que
estaban desiertas. A tan tempranas horas solo acudían los eruditos, poetas o
sabios que querían estar en absoluta soledad en sus estancias. Así que aquellas
calles estrechas solo eran habitadas por los sonidos aún débiles que salían de
las viviendas en las que ya comenzaban a despertar sus habitantes. Taisa sabía
que Homero estaría allí y quería hablar con él. Había estado indagando en sus
pensamientos acerca de la poesía y el amor, de la historia y de los nuevos
caminos. Para ella, el amor era un enigma en cuyo núcleo debería de estar la
pulsión primigenia y necesaria para sentirlo. De no ser así, jamás se sentiría
la verdadera energía. Homero era alguien que podría, sin duda, establecer una
correlación entre lo científico, lo natural o lo filosófico del Amor. Él sabía
como nadie de caminos y de lugares, ya que los había recorridos todos.
Llegó minutos más tarde hasta la
maravillosa arcada donde se encontraba la biblioteca. Siempre que llegaba el
rumor del silencio se acrecentaba y Taisa sonreía. Era como si el Big Ben de la
inercia de los cuerpos sutiles comenzara a sonar. Caminó resuelta hasta la gran
puerta de madera tallada que se abrió con gran ligereza. Los largos pasillos
adentraban a las grandes salas donde se almacenaban los miles de libros y
objetos que a Taisa siempre le hacían sonreír al observar tal magnitud de
palabras escritas en papiros. Caminó hasta un pequeño patio interior situado en
una especie de sala bastante retirada del resto de estancias, nunca supo si ese
patio era visitado por más gente ya que ella jamás vio a nadie. Sin embargo,
estaba cuidado y armoniosamente construido con piedras talladas, palmeras con
dátiles siempre maduros y un gran pozo en el centro de donde se podía obtener
una delicada y purísima agua. Alguna vez le había preguntado por qué siempre
estaba solo y él había contestado:
—Algún
día, tal vez en otra de tus vidas descubrirás el porqué.
Homero sostenía un vaso de té del que
bebía a pequeños sorbos con una especie de pajita que él mismo se liaba, hecha
con delicadas hojas de acacia. Taisa nunca había visto tomar el té de aquella
manera, pero desde que Homero le enseñó a confeccionar sus pajitas para
sorberlo, ya no lo había tomado directamente del vaso, cuando estaba junto a
él. Al verla entrar recogió el vaso preparado junto a un montoncito de hojas.
—Buenos
días, Taisa... Hoy has madrugado más.
—Sí,
algo me despertó y me hizo salir. Pero tú también has llegado antes —dijo
sonriendo cómplice.
—
A veces, mi amada, tu luz tenue me despierta en la noche. Entonces ya no puedo
dormir. Tomo té y vengo a esperarte o a sentirte si no vienes. Hoy he tenido
suerte, has venido.
—Sí,
Homero, me sucede lo mismo a mí. No puedo conciliar el sueño en noches en las
que un ángel me despierta haciendo ruiditos al batir sus alas. Ya sabes lo
insistente que es... hasta que no consigue levantarme y empujarme hacia un
nuevo viaje no para. Esta madrugada ni siquiera me ha dado tiempo a calzarme y
mira qué túnica llevo, está deshilachada... ¡pero me siento tan bien enfundada
en ella!...
—Amor...
tú sabes que es así de natural el camino. Si hubieras perdido el tiempo en
vestirte y calzarte, no habrías estado con el anciano ya que en esa mañana
debía partir pronto al mercado de frutas, tus pies no habrían sentido los
guijarros de la calle y el viento no habría entrado por los agujeros de tu deshilachada
chilaba para acariciarte.
Taisa
tomó el té que le ofrecía una mano anciana pero muy bella. Los dedos de aquella
mano eran rotundos y de color más claro que el resto de la piel. Aquellos dedos
que habían abierto y cerrado tantos libros... escrito tantas palabras parecían
haberse vuelto plumas blanquísimas de ave. Solo ella se había dado cuenta y un
día se lo había comentado a Homero.
—
¿Por qué tus dedos son tan pálidos y el resto de toda tu piel es tan oscura?
—Es
extraño que percibas el color de mis dedos, nunca nadie me había dicho nada.
Tal vez son tus ojos los que ven este color puro. Tal vez es que ya son alados
y pertenecen a un ala ajena a mí mismo.
Taisa tomó el vasito que contenía un líquido dorado y de intenso aroma. Se sentó en el suelo y lo colocó entre sus rodillas, apretándolo fuertemente. Notó una sensación de calor que la recorrió hasta los pies. Era confortable sentir una sensación tan intensa. Mientras, sus manos colocaron el montoncito de hojas de acacia ya secas que le había dejado el sabio Homero y, dispersándolas por la túnica, eligió una. Homero la observaba con gran complacencia. Ella le sometía a todo un ritual de impactante belleza. Cuando inclinaba la cabeza para liar la hoja, el pelo rizado y largo se enredaba entre las pestañas y los labios...y le confería una estética un tanto salvaje, por la gran libertad y viveza que imprimía a cada gesto. Sus manos pequeñas y dedos armoniosos liaban la hojita hasta convertirla en un diminuto palito con un agujero casi imperceptible. Parecía casi imposible que el dorado líquido pasase a través de él. Después, sujetaba el tubito entre los labios, de los que Taisa retiraba el pelo pegado a la saliva, y se acercaba el vaso. Se veía cómo el líquido disminuía y sus ojos, bellísimos, se cerraban. Entonces Homero tomaba un mechón de su pelo y jugaba con él mientras ella, extasiada, gozaba del delicado sabor. Después... el tiempo pasaba sin ser molestados por nadie, ni palabras lejanas, ni ruidos de la calle. Homero le contaba sus razones acerca de la Ilíada y la Odisea. Envueltos en una extraña danza de amor por el saber, desplegaban los sentidos... el tacto... el olor, el sabor del té que recorría las gargantas calentándolas anulaba toda clase de pensamientos superfluos. Homero exponía su continuo peregrinar por el mundo y su amor a la poesía, mientras Taisa, convertida en mujer paciente, escuchaba en silencio... asumiendo su condición de discípula. El sol iba introduciéndose en el pequeño patio al avanzar la mañana, entonces parecían despertar del trance. Homero recogía los vasos vacíos de té y los depositaba en una pequeña bandeja de madera de palmera, tallada y trenzada. Daba la mano a Taisa con gran determinación, aunque suavemente, la acercaba hasta una estancia donde solo había un pequeño catre cubierto por una tela que parecía ser de seda carmesí, allí la depositaba delicadamente y le extendía el pelo alrededor, observándola con placidez mientras él desvestía su cuerpo y se sentaba a su lado. Sin oponerse, dejaba que Homero tomase el extremo de su chilaba y sentía cómo lentamente iba subiendo la suave tela sobre ella hasta llegar a la cabeza y ahí alzaba los brazos para ayudarle a extraerla, era entonces cuando Homero daba su último estirón y depositaba en el suelo la prenda. Homero acariciaba su cuerpo, cada pliegue, cada poro de piel desnuda, que se encendían como diminutos volcanes invocando a los dioses que flotaban entre ambos... Sus cuerpos se atrapaban hasta convertirse en uno, del que el blanco y oscuro color de sus pieles, parecían ser convertidos en intensa sangre, de ardor y apasionado nirvana. Las horas daban lugar al juego del amor sin barreras, sin fronteras ni tabúes. Dedos y lenguas jugaban al unísono de sus pieles aviadas de sentir prodigios de amor... poros, que se destapaban o cerraban ante sutiles movimientos... ojos, que se abrían para observar el placer del otro y así saborear la esencia que despedía... Minúsculas gotas de sudor se aliaban con sus cuerpos, haciendo que se convirtiesen en más dóciles y resbaladizos... además un intenso olor se desprendía de aquellas gotitas convertidas en sudor dorado... El té y las hojas de acacia habían hecho posible que aquello sucediese y ella era la fiel, la dócil amante que se dejaba hacer, para alcanzar lo sublime a través de la mágica pócima realizada por Homero...Despertó.
La
música de la luz mediterránea se difuminaba por la habitación. Las cortinas
habían permanecido abiertas y recordó que por la noche no había querido
cerrarlas. La ventana era inmensa y además daba a una gran terraza, desde la
que se divisaba todo el impactante cielo. Vivía en un ático y de ahí que
tuviese la fortuna de poder alcanzar aquellas experiencias. Alguna noche se
negaba a taparse y dejaba su cuerpo desnudo... como si lo ofreciese en un
altar... entonces se quedaba dormida aferrada a su recuerdo, el recuerdo de
Yrha al que amaba. Besos a la almohada y los compases del cuerpo que se movía sensual
en un acto de coito espiritual, la adormecían. Entonces sentía a su amado
pegado en la espalda aferrado con gran fuerza a su cuerpo, así, hasta que
despertaba. Se levantó desnuda hacia el baño... el agua fría recorrió su cuerpo
y buscó la presión del agua como queriendo que rompiese su piel o sus huesos.
Había despertado como si viniese de un largo viaje a través del tiempo. Al
despertarse vio a su lado el montón de páginas numeradas de la larga carta que
Alejandro le había hecho llegar hablándole de su viaje imaginario a Alejandría.
Pensó en él y en la forma que tenía de llevarla hacia su amor. Sin duda
seguiría dejándole cartas. ¿Hasta cuándo? No lograba que su mente nivelara la
sensación del ayer y el hoy y frotaba con la esponja su piel hasta verla
enrojecer y con la sensación de estar más oscura, brillante... ¿Qué clase de
sueño o vida paralela había vivido aquella noche y por qué Homero la amaba en
su sueño? ¿Era ella, la Taisa del siglo XXI, u otra mujer a la que amaba
Homero? De inmediato recorrió el salón, llegó a la cocina, hizo un café y
acudió al ordenador. Allí, Yrha la esperaba con sus letras verdes... su «te
amo» la aliviaba y simplemente se dejaba llevar por aquel hilo conductor del
hombre que la seducía desde la distancia y la situaba en el cruce de caminos.
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